Ahí estabas, te miraba a través de la puerta abierta mientras me revisaban. Ese halo resplandeciente que caía sobre ti como el haz de luz por el que desciende la Paloma. Ahí estabas tú, bellísima. No sé si era por ti, por la iluminación, por los tequilas que llevaba puestos, por tu disfraz de superchica que te estabas quitando, o porque estaba buscando algo que quería encontrar con ansias.
Te miré, te aplaudí y en un giro alrededor del tubo tú me miraste a mí. A los ojos ¿Por qué demonios te estaba viendo a los ojos? Supongo que lo que buscaba esa noche no era solo un desfogue de lujuria, estaba buscándote a ti. De tus ojos bajé a tu figura hermosa, tu tatuaje de mariposa donde se juntan las nalgas y luego tus tobillos. Solo tus tobillos.
Sin quitarte la vista levanté la mano.
—Dígame señor ¿algo de tomar?
—¿Cómo se llama ella? —dije sin quitarte la mirada.
—Chantel
Saqué un billete de doscientos que edificó mi amistad con el mesero.
—Dile que venga, por favor.
—Sí señor.
Regresé a tus tobillos. Esos taconzotes de plástico. La canción terminó y estabas lista para bajar, para venir a mis brazos. De la mano de mi amigo-mesero llegaste, el tiempo justo para ponerte ese minúsculo vestidito. Me levanté, te saludé y me diste un beso. Ese beso que me dejó perderme en tu perfume. Dulce y cautivador.
—Tráeme un Herradura blanco, la botella, con puros escuer y lo que quiera la dama.
Me senté. Te senté en mis piernas. Te acariciaba, no te manoseaba, sólo las caricias más dulces que apagaran mi cariño incorrespondido. La tristeza estaba guardada y quería salir, pero tu conversación la mantenía a raya. Eso y tu figura, suave como la seda. Conversamos. Cualquier tontería, sabías bien qué preguntar, me hacías sentir bien. Bebías. Bebía. Estaba tranquilo.
—¿Otra copa para la dama? —me abordó el mesero y dejó de ser mi amigo.
—Ya no me preguntes —le di mi tarjeta.
Después de muchas copas —tuyas y mías— te levantaste. Me tomaste de las manos. Me llevaste hacia el fondo, detrás de la pista, a tu santuario. Nos acostamos en la cama. No cogimos, nos acostamos. Tú me tocabas ¡cómo me tocabas! Provocabas en mí todos esos recuerdos que me trajeron aquí. La tristeza, quieta aún, pero ahí estaba. Tú sobre mí. Tu mirada entregada, compadecida de mí, cómplice. Me acariciabas. Yo a ti. Deliciosos minutos de paz.
Tú en cueros, yo a medias. Todo protegido, tú y yo. Mi amante, mi cómplice, mi amor. Y luego… justo antes: la tristeza. Esa enorme tristeza. El nudo en el pecho, la lágrima en la pupila. Me incorporé. Te besé los labios. El beso más cariñoso que pude. Me fui, solo me fui.
2 comentarios:
Jesus redentor !
No se por que me hiciste pensar en Paco I. Taibo, como que me puedo imaginar perfectamente un libro suyo contando una historia de copas y putarracas en la capirucha... Saludos !
PD. Gracias por la imàgen del pez beta jaja
jaja, el Taibo es el guey que recomienda regina ¿no? lo voy a leer...
De nada por tu pececillo gráfico
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