martes, 11 de marzo de 2008

Marrakech

Escogió la mesa pegada al barandal, calculó que sería la que ofrecía mejor vista de la bulliciosa plaza allá abajo. Arrastró una silla, se sentó y desabotonó su saco para ponerse cómodo. Sentado giró para buscar un mesero. Lo vio, le hizo una seña.

-Buenas tardes, Monsieur-saludó amable el mesero.

-Tráeme té, por favor.

-Enseguida- contestó el mesero y se marchó.

Se reclinó un poco para acomodarse y disfrutar de la vista. El sol caía a plomo sobre la gran plaza marroquí. Desde la azotea veía con claridad los vendedores de jugo de naranja que invitaban a los clientes; los hipnotizadores de serpientes, que parecían hipnotizar también a los turistas y a lo lejos el cúmulo de toldos plásticos del mercado. El mesero se acercó con una charola con té y vasos.

-¿Gusta algo más, Monsieur?

-No, gracias. Sólo la cuenta- respondió secamente.

Sirvió un vaso de té y bebió. –mmm, demasiado dulce –pensó. Saco del bolsillo un iPod aparentemente normal y se colocó los audífonos. Le dio a la rueda sensible al tacto, tres vueltas a la derecha, paró, avanzó un poco más hasta donde marcan 10 minutos los relojes, se detuvo nuevamente, cambió de dirección y cuando alcanzó por segunda vez el imaginario 48 paró de nuevo, recomenzó en sentido contrario y se detuvo en el 8. Presionó el botón central, sonó un leve click, la pantalla cambió por completo. “Buenas tardes Sr. García” indicaba la pantalla del aparato. Le dio otro sorbo al té y regresó a la pantalla. Se desplazó por las opciones hasta seleccionar “trabajo actual”, click, la mitad de la pantalla mostró la foto de un sujeto de apariencia árabe; la otra mitad los datos personales, alias, ocupación y hasta el fondo, los 25 mil euros que recibiría por liquidarlo.

-Aquí tiene –dijo el mesero depositando el plato con la cuenta sobre la mesa.

De un último sorbo vació el pequeño vaso de té, desactivó su iPod modificado, sacó un billete de su cartera, lo puso sobre el plato y se levantó. Abotonaba dos botones del saco, saliendo dirigió un indiferente “gracias” a la chica que atendía a la entrada. Bajó por la escalera los tres pisos para salir a la plaza. Buscó con la vista el café-internet de la esquina, memorizó la dirección rápidamente pero continuó sin detenerse. Avanzaba decididamente, unas gotas de sudor recorrían su frente, tuvo que reprimir el impulso de limpiarse con la manga. Pablo García atravesaba la plaza con decidida firmeza, tenía claro su objetivo; estaba decidido a llevarlo a cabo dentro de unos pocos minutos.

Mientras caminaba ignoraba a los vendedores de jugo, a los domadores de serpientes e incluso esquivaba de vez en cuando a los despistados turistas que mostraban su completa ignorancia y sus pieles enrojecidas por sus inmerecidas vacaciones. Continuó con paso firme hasta llegar al abrigo de la sombra del mercado, un repugnante olor le hizo hacer un gesto que inmediatamente contuvo. Avanzaba más lentamente, estaba esperando que sus ojos se habituaran al cambio de luminosidad. Después de 40 segundos, cuando ya no estaba deslumbrado, un vistazo le servía para memorizar las mercancías de los puestos e incluso emitir un juicio mental de los vendedores: simple comerciante, ladrón, estafador, prostituta, madre de familia, hija frustrada, padre acosador. Sentía cierta lástima por toda esa gente insignificante tratando de sobrevivir, demasiado miedosa para cambiar su vida o demasiado atada para no poder cambiar. Pero no era momento de pensar en ellos, tenía grabado en el cerebro la imagen de Hassán Al Rafat.

Se acercó a un puesto, tomó una bolsita que contenía especies y la olfateó. El despistado vendedor, un joven de unos 24 años se volvió para atenderlo.

-Está buscando en algo en especial, mon amie- inquirió el vendedor en francés con un fuerte acento árabe.

-Tiene algo para el insomnio- también en francés contestó Pablo inocente.

-Déjame ver, amigo- el vendedor se volteó para buscar la especie en cuestión. Pablo, con una gran agilidad extrajo la billetera mientras, el insospechado vendedor, se encontraba de espaldas.

-Mira, mon amie, parece que esto le servirá –le tendió una bolsita de especies, que Pablo ni se dignó a mirar –tome, sin compromiso- insistía el vendedor sin percatarse que le faltaba la cartera.

-¿Qué tal 800 kg de cocaína a cambio de unas cuantas armas?- preguntó Pablo, en español, cambiando el tono a uno mucho más severo. Al mismo tiempo extrajo de su bolsillo la identificación del vendedor y la puso enfrente de su cara para leerla –Sr. Hassán –remató aventándole la tarjeta en la cara.

El vendedor tan furioso como desconcertado se le abalanzó pero Pablo, ágilmente, se hechó para un lado y avanzó al callejón de la esquina. El falso vendedor lo persiguió, dobló en el callejón, apenas alcanzó a ver como Pablo se metía a un edificio. Una vez adentro, Pablo subió apresuradamente las escaleras con el vendedor siguiéndole de cerca. Después de tres pisos llegó a la puerta de la azotea, que derribó de una patada, entró y se escondió detrás de la puerta. Un instante después entraba Hassán pero con fue recibido con un portazo procedente de un segundo puntapié de Pablo. Fue suficiente para que Hassán perdiera la cabeza, Pablo se paró en frente de la puerta para recibir a su oponente, el cual furibundo, se lanzó contra él. El puñetazo fue desviado con el antebrazo. Hassán rápidamente lanzó un golpe con el otro brazo, que también fue desviado. Cada golpe que el árabe lanzaba era interceptado con asombrosa facilidad. Lanzó una patada, la detuvo con la espinilla; un nuevo otro golpe, lo desvió con el antebrazo, y otro y otro. Pablo parecía tranquilo, parecía no reaccionar ante la lluvia de puñetazos y patadas, se limitaba a esquivar o cubrir. Un hombre inexperto habría sucumbido rápidamente ante las embestidas del árabe. Después de un puñetazo particularmente fuerte, Pablo lo detuvo y empujó varios metros a su adversario. Quedaron nuevamente entre la puerta de la azotea y el precipicio.

El árabe alcanzó un cuchillo que tenía en la parte de atrás del pantalón y nuevamente corrió a embestirlo. Soltó varios golpes con una mano y cuchillazos con la otra pero Pablo los evadía con facilidad. En un rápido intento de apuñalarle el vientre, Pablo lo cogió la muñeca, torció el brazo y propinó un tremendo puntapié que obligó al árabe a soltar su puñal. Con este giro se encontraba Hassán dando la espalda al mercado y pablo a un callejón interior, desierto tres pisos más abajo. Se reanudó la lluvia de puñetazos y uno logró conectar con la mandíbula de Pablo quien seguía limitándose a defenderse. Pablo, conservando su tranquilidad ladeó lentamente la cabeza, dejo caer un chorrito de saliva y sangre, un instante después regresó a su erguida postura. La tranquilidad que manifestaba Pablo inquietaba a Hassán, quién no conforme de sólo mirarse a los ojos arremetió nuevamente, esta vez con mucho más fiereza que las anteriores.

Pablo nuevamente parecía tranquilo al sólo recibir golpes, pero esta vez a cada puñetazo que detenía retrocedía unos pasos. Poco a poco se agotaba la distancia entre los luchadores y la inevitable caída al desierto pasillo tres pisos abajo. Aún así Pablo no parecía preocuparse, recibía golpe tras golpe y retrocedía paso tras paso. De pronto sintió que su talón tocó el borde de la azotea y luego muchas cosas sucedieron rápidamente: Pablo afirmó su apoyo, comenzó a girar su cuerpo y sujetando la muñeca del adversario, cambió la trayectoria de ese último golpe bajándolo. Luego con el giro y la muñeca forzada abajo el árabe quedó doblado con medio cuerpo sobre el vacío. Pablo, terminando su giro y aprovechando la inercia del adversario no tuvo más que darle un último empujón para arrojar al árabe por la azotea a una caída de por lo menos 10 metros. El grito del árabe al caer y el ruido del cuerpo azotar el adoquín quedaron sofocados por el fuerte bullicio de la multitud en el mercado. Pablo recorrió con la lengua todos sus dientes, escupió los restos de sangre en su boca, se enderezó el traje y sacó un pañuelo para limpiarse la frente y borrar los rastros de la pelea. Luego bajó del edificio por donde había subido; como había esperado, no se encontró a ningún curioso.

Regresó al mercado; todo parecía igual que hace quince minutos cuando pasó por allí. En el puesto del recién muerto traficante de drogas-falso mercader, algunos de sus amigos parecían desconcertados de no hallarlo. Pabló ni los miró, avanzó firmemente. Se vio golpeado nuevamente por el fuerte sol al salir de nuevo a la plaza. Mientras caminaba hacia los taxis, examinó la cartera de Hassán, extrajo dos tarjetas bancarias y otras dos que mostraban la identidad del sujeto. Las guardó en el bolsillo del saco. Luego regaló el resto a un anciano que mendigaba. Cuando llegó a la esquina, abordó el primer taxi.

- A la estación de trenes, s’il vous plait- Indicó al chofer.

En el camino extrajo nuevamente su iPod modificado, digitó nuevamente la combinación pero esta vez en lugar de presionar una vez el botón central, lo hizo tres veces; click, click, click. El aparato se abrió a lo largo y reveló una computadora portátil con el teclado encima de la parte metálica y la pantalla bajo toda la carátula del inofensivo aparato de música. El tradicional mensaje de “Buenas tardes, Sr. García” apareció en la pantalla. Pablo tocó dos veces el icono de una antena. El programa se ejecutó; mostró la frase “¿desde qué servidor desea transmitir?” y aparecieron un centenar de opciones. Pablo recordó la dirección del internet café. Seleccionó el servidor que intuyó ellos utilizarían. Después de que se hubo conectado, abrió un explorador de internet, tocó la barra de direcciones y digitó con los pulgares www.royalairmaroc.com. Sacó las tarjetas de Hassán para llenar con sus datos todos los campos. En cosa de 10 minutos tenía un boleto de avión Marrakech-París.

-El infeliz después de muerto viajará a París- pensó esbozando una ligera sonrisa. –Esto me ganará algo de tiempo- luego revisó toda la ruta que utilizó para comprar el boleto asegurándose de no dejar ningún rastro en la red. Tras un trayecto de 15 minutos el coche se detuvo enfrente de la polvorienta estación de trenes.

-50 dírhams – cobró secamente el taxista.

Pabló pagó exacto, le regaló las monedas que le quedaban y bajó. Cruzó la calle dirigiéndose a las taquillas.

-¿Cuándo es el próximo tren a Tánger?- preguntó en francés con un fingido y terrible acento americano, aunque ya sabía que debería llegar en los próximos quince minutos.

-En unos ocho minutos, señor- Contestó amablemente la vendedora.

-Dos billetes, s’il vous plaît- solicitó.

La cajera le entregó los pasajes, Pablo pagó. Después se fue la vía por donde debía llegar el tren. La estación estaba llena a medias. Volteó a ver su reloj, 12h53, calculó que llegaría a las 22h30 Tánger, tal vez tendría que pasar la noche todavía en Marruecos. La sola idea lo desilusionó, pero a final de cuentas no tenía nada que hacer por unos días, pero mientras más pronto estuviera fuera de Marruecos mejor. Pensó que tal vez podría haber viajado en avión, pero recordó que a raíz de un incidente había decidido no dejarse ver por las cámaras de seguridad de los aeropuertos justo después de haber dado un golpe. Así que se resignó y espero paciente.

No hay comentarios: